Prólogo: Bestias de otro mundo.

   Todo son problemas y ninguno de ellos desaparece. Al contrario, cuanto más tiempo pasa peor se vuelve la situación. Antes, cuando el tiempo aún era favorable, la esperanza de ser rescatados persistía. Pero en estos momentos en los que la nieve se amontona en las calles y las nubes cubren de forma permanente el cielo, nos hacemos varias preguntas:
   ¿Por qué seguir adelante? ¿De qué nos servirá sobrevivir al invierno? ¿Acaso encontraremos comida a tiempo?
Ojalá tuviera alguna respuesta a estas preguntas. Sin embargo, no es así, y por ahora lamentarse no nos llevará a ningún lado. En mi caso, aún tengo cosas importantes en mi vida que debo proteger.


   Joel levantó la vista de la hoja para posarla en el rostro de Sara, su novia. Ella leía a la luz de una vela un viejo libro. No había mucho que hacer, y al quedarse en casa uno podía morirse de aburrimiento fácilmente.
   Su rostro, sucio por la falta de cuidados, dejaba entrever unas marcadas ojeras que revelaban las pocas horas de sueño que había dormido en los últimos días.
   Son tiempos difíciles. Pensó Joel al tiempo que encendía uno de los últimos cigarrillos de su paquete. Pero debemos aguantar.
   ¿Por qué era necesario seguir existiendo un día más?
   Joel no se limitó a deshacerse de esa pregunta. Ser pesimista no le permitiría abrir los ojos a la mañana siguiente, y por lo tanto, no necesitaba pensar de esa forma.
   –¿Cenamos ya? –Preguntó el joven con su característica voz grave–. Dentro de poco oscurecerá.
   –No creo que pueda haber más oscuridad que ahora –Dijo Sara, cerrando en libro al tiempo que marcaba la página por la que había dejado a medias el escrito–. Por cierto, ¿qué hay para cenar?    –Esbozó una cálida sonrisa que hizo que por un momento Joel dejara de sentir frío en la habitación.
   – ¿A parte de las conservas rancias de siempre? –Se llevó el dedo índice al labio, como si estuviera pensando–. Una ración extra de frío invernal. ¿Te parece bien?
Sara hizo una mueca, pero se puso en pie antes de hacer nada más–. Bueno, tendré que conformarme con eso. Así que será mejor comer rápido para no congelarnos durante la noche. No quiero volver a repetir lo que ocurrió el otro día...
   Ambos se dirigieron a la cocina, lugar en el que tras terminar el contenido de uno de los botes de fruta en almíbar colocaron sus respectivos sacos de dormir: se trataba de la estancia más cálida de la casa, por lo que debían aprovechar al máximo el calor para así no congelarse durante las gélidas noches de invierno.
   – ¿Cuánto tiempo pasaremos aquí? –Susurró Sara, ya acostada, en medio de la negrura.
   – No lo sé, pero no creo que aguantemos otra semana más –Joel se sorprendió al escuchar sus propias palabras. ¿Tenía acaso el derecho a decidir cuándo abandonarían la seguridad del bloque de apartamentos? ¿Tenía el derecho a poner una fecha exacta al día en el que todo podría llegar a su fin? ¿Y si a Sara le acababa ocurriendo algo, tendría el valor para enfrentarse a lo que sucediera?
El joven comenzó a temblar, más por miedo que debido al frío.
   – No te preocupes, todo saldrá bien –Volvió a susurrar la joven–. Las cosas ya no pueden ir peor. Hemos tocado fondo.
   Pero eso no tranquilizaba a Joel. Dudaba que las cosas fueran a mejorar. Es más, parecía que el mundo conspiraba para evitar que las cosas le salieran bien.
   Sin querer tocar más el tema, cerró los ojos, intentado conciliar el sueño, aunque sabía que no iba a ser una tarea sencilla: de fondo, como si se tratara de una banda sonora que acompaña la escena, un leve pero constante murmullo provenientes de las calles se colaba en la vivienda. Un murmullo inhumano, que bien podría haber pertenecido a bestias de otro mundo. No obstante, esas bestias habitaban la Tierra, y se encontraban a escasos metros del lugar en el que ambos jóvenes intentaban dormir, aguardando a que el más leve sonido se dejara notar, para así comenzar con la pesadilla.



Capítulo 1: Batalla contra el tiempo.

Capítulo 1: Batalla contra el tiempo.

   Flavio contempló en silencio las sombras que los edificios cercanos a su posición proyectaban, para finalmente decidir que había llegado la hora de descansar y comer algo antes de proseguir con la marcha.
   Se descolgó la enorme mochila que llevaba sujeta a los hombros y comenzó a rebuscar en ella algo de comida que llevarse a la boca; la tarea le llevó unos cinco minutos, pues tuvo que rebuscar entre toda clase de herramientas y objetos varios que yacían desordenados dentro del macuto.
Sacó una enorme lata de sardinas y tras abrirla sin esfuerzo alguno, devoró el contenido del recipiente con las manos. Después de depositar la lata vacía en una pequeña papelera que se encontraba en la cocina, se dispuso a abandonar el apartamento. No obstante, un leve susurro hizo que se sobresaltara antes de siquiera tocar la manilla.
   Pasados unos segundos, advirtió que el sudor empezaba a brotar a través de los poros de su piel.
   Llevaba un rato esperando a que algo sucediera. Pero nada. El ruido no se repetía, y todo permanecía en un silencio absoluto.
   Finalmente, con una mano sobre la manilla de la puerta y otra sobre el objeto contundente que llevaba en el cinturón de su cadera, abrió la puerta, dejando escapar un leve chirrido casi inaudible.
   De un salto abandonó la seguridad de la vivienda para salir al pasillo del edificio. Miró velozmente hacia ambos lados. Primero a la izquierda, divisando a lo lejos una escalerilla que conducía a la planta inferior. Al girarse hacia el otro lado sintió una punzada de dolor en su pecho; una de las bestias olisqueaba con profundo interés el aire, como si estuviera tratando de decidir qué hacer.
   Flavio quiso sacar el hacha de su cinturón y acabar con aquella cosa cuanto antes. No obstante, su intuición le impedía realizar tal acción. Quizá hubieran más monstruosas criaturas en el edificio. Llamar la atención mientras luchaba acabaría por matarlo. Sólo tenía una opción: correr.
   Y así lo hizo. Dando grandes zancadas se impulsó hasta llegar a las escaleras. Las bajó de dos en dos mientras escuchaba a sus espaldas un aberrante grito proveniente de las entrañas de la bestia que momentos antes olfateaba en busca de alguna presa. Al parecer ella también había tomado una decisión.
   El hombre continuó descendiendo hasta llegar a la planta baja del edificio. El sonido de sus botas alertó a una de las criaturas que trató de morderle en el vestíbulo.
   Flavio no tuvo ninguna duda, y usó con extrema eficacia el hacha, decapitando de un golpe limpio a aquella cosa. Sin detenerse y escuchando toda clase de gritos y gruñidos salió a la calle, cargando su hombro derecho contra la puerta de cristal de la entrada del edificio, haciendo que el vidrio se fragmentara en mil pedazos y provocando también que muchos de ellos acabaran incrustados en la piel del hombre.
   Ni siquiera pudo concentrarse en el dolor que sentía. Notaba cómo la sangre caliente recorría su brazo malherido, deslizándose entre sus dedos hasta caer al suelo, pero la adrenalina del momento le permitió proseguir con la marcha, avanzando precipitadamente en medio de un mar de seres nauseabundos, que trataban de darle caza mientras huía en dirección al bosque, situado a las afueras de la ciudad.
   Los gritos cesaron con la caída del sol, y Flavio había conseguido zafarse de las criaturas justo antes de que la oscuridad secuestrara el cielo. Mareado y tambaleándose por culpa de la pérdida de sangre, se escondió tras uno de los árboles de mayor tamaño de la zona. Se deshizo de los trocitos de cristal incrustados en su brazo y trató las heridas con alcohol y un par de vendas esterilizadas que llevaba en la mochila. A continuación, habiéndose asegurado de que nadie ni nada se encontrara rondando los alrededores, usó su enorme mochila a modo de almohada. Después, cerrando los ojos lentamente, dejó que el sueño se apoderara de él.
   ¿Y si realmente no se encontraba a salvo? ¿Y si lo habían seguido hasta aquel lugar? ¿Y si no volvía a abrir los ojos?
   No pudo pensar en nada, pues antes siquiera de poder valorar la situación con algo de objetividad perdió el conocimiento, adentrándose en las tinieblas de la incertidumbre.




    Farid entornó los ojos para observar un diminuto punto que se movía con rapidez en la distancia. Con el paso de los segundos, el punto iba aumentando de tamaño, hasta que Farid pudo discernir lo que era; una de esas tantas criaturas que deambulaban ahora por todo el país, en busca de alimento.
   – ¿Has conseguido arrancar ya el coche? –Preguntó un tanto inquietado.
   – Estoy tratando de conseguirlo, pero no es tan fácil –Dijo Kaled, tratando de solucionar el problema que impedía al vehículo funcionar–. Puede que me lleve unos cinco minutos.
   – ¿Cinco minutos? ¡No tenemos tanto tiempo! –Exclamó otra voz–. Esas cosas se acercan, van a acabar con noso...
   – Deja que tu hermano trabaje en paz y llama a tu prima. Hay que acelerar todo esto, porque de lo contrario...
   Nadira quiso protestar. No obstante, un grito proveniente de la lejanía impidió que dijera nada, además de eso, consiguió que se asustara y desapareciera al momento.
   – Estará aquí en menos de dos minutos –Anunció el hombre subido a uno de los tantos vehículos desperdigados por la carretera mientras su hermano seguía intentando encontrar solución al problema.
   – Si quieres que me dé prisa, no lo estás consiguiendo –Kaled se mordió el labio inferior mientras manipulaba el motor del vehículo. Creía haber encontrado el problema, y ya estaba terminando de solucionarlo. Pero... ¿que ocurriría si eso no era lo que realmente impedía el arranque del automóvil?
   No pensó en ello, y una vez terminada la rápida tarea giró la llave para poder arrancar el motor. No funcionó.
   – ¡Ya estoy aquí! –Exclamó Nadira.
   – Entonces... ¿nos vamos ya? –La prima de la joven, un par de años mayor que ella, contempló en silencio cómo se iban acercando varias bestias a su posición. Sintió un escalofrío, pero no dijo nada.
Observó cómo su primo trataba de poner en funcionamiento el vehículo, sin éxito.
   – Menos de un minuto –Anunció nuevamente Farid, esta vez en un tono fatalista impropio de él.
   – Lo intento, lo intento –Las gotas de sudor comenzaban a acumularse en la frente de Kaled, exasperado por no poder conseguir lo que tanto ansiaba–. Vamos, ¡vamos! ¡Arranca de una maldita vez!
   Finalmente, como si el automóvil hubiera decidido obedecer las órdenes del hombre, el motor comenzó a rugir, mientras que la familia, ansiosa por escapar del lugar, entró en el vehículo a toda prisa.
   – ¡Sube, Farid! –Gritó Kaled mientras el coche empezaba a acelerar.
   El hermano del conductor corrió tan rápido como sus piernas se lo permitieron, y mientras oía gritos inhumanos a sus espaldas saltó en la parte trasera del vehículo, ayudado por su prima.
   – Ha sido un día emocionante, ¿no? –Dijo Ardah, con una radiante sonrisa en su rostro–. ¿Lo repetimos mañana?
   – Oh, por favor, cierra la boca –Le instó Farid.



Capítulo 2: Esperanza

    Tictac. Tictac. Joel abrió los ojos y permaneció acostado, escuchando en silencio el sonido del reloj que marcaba la hora en la cocina. Las manecillas generaban ese ruido desquiciante que comenzaba a resultar un completo fastidio.
    Tictac. Tictac. De todos modos guardó silencio. No quería despertar a Sara, ella necesitaba descansar el máximo de horas posible en los días siguientes, para así abandonar la ciudad con rapidez. Pero para ello era necesario hacer acopio de todas las fuerzas posibles, lo que a largo plazo sería decisivo, lo que después de mucho tiempo acabaría equilibrando la balanza de la vida hacia un lado (luz) o hacia el otro (oscuridad).
    El joven comenzó a recapitular los hechos ocurridos hasta el momento. Lo que les había llevado a él y a su novia hasta un punto de no retorno en el cuál las cosas se tornaban vacías y carentes de sentido. ¿Acaso vivir otro día más serviría de algo?
    No, claro que no. Pensó Joel, mirando fijamente el techo, como si más allá de él fueran a encontrar la libertad o la seguridad que aquel pequeño piso de poco más de sesenta metros cuadrados no les había proporcionado en todo ese tiempo. Después desvió la mirada hacia el rostro de Sara. Sus labios carnosos y rojizos dibujaban una mueca de disgusto, mientras los párpados que escondían aquellos ojos azules hipnotizantes temblaban cual terremoto de máxima magnitud.
    Está teniendo una pesadilla. Se dijo el joven para sus adentros, pero no fue capaz de despertarla, porque en aquel rostro apenas quedaban secuelas del insomnio que durante semanas había hecho mella en su salud, deteriorándola hasta un punto alarmante.
Sonrió, ya que ahora era él el que tenía problemas de salud, y más le valía cuidarse si no quería acabar convertido en uno de los tantos demonios andantes que pululaban a través de la ciudad, sin importarles lo más mínimo qué condiciones atmosféricas hicieran. Eso sí, por alguna extraña razón preferían la oscuridad de la noche antes de que la luz del día. Cosa que no tenía ninguna lógica...
    Súbitamente un grito acabó con la calma del amanecer. Joel dio un respingo que casi lo hizo caer de la cama, y Sara había dejado atrás la pesadilla de su sueño para adentrarse en la pesadilla que estaba teniendo lugar en la realidad.
    Ambos permanecieron en silencio, quietos, esperando un nuevo grito que no llegaba. Todo quedó nuevamente en calma, excepto los pensamientos de Daniel.
    Quedan supervivientes en esta ciudad. Pero están incluso más desesperados que nosotros. Ese grito no ha hecho más que confirmar lo que ya sospechaba. La muerte está mucho más cerca de lo que pensamos.
    Volvió la vista hacia Sara, esta le lanzó una mirada cargada de inseguridad. Pero él no se encontraba en una situación mucho mejor.
    – Nos iremos mañana al amanecer –Dijo en un tono de voz tan débil que parecía un susurro–. Debemos viajar al sur.
    – ¿Y luego qué? ¿Qué ocurrirá cuando lleguemos a la costa? –Preguntó Sara, expectante.
Joel miró fijamente aquellos ojos tan parecidos a la aguamarina, para luego acabar agachando la cabeza –. No es seguro que consigamos llegar al sur. No es seguro siquiera que consigamos escapar de la ciudad.
    – No puedes rendirte antes de empezar –Dijo la joven, al tiempo que su postura se recomponía–. Eso no es propio de ti. ¡Tenemos que ser optimistas! –El grito proveniente de la misma persona se dejó escuchar en la distancia, oponiéndose a las palabras de Sara, que terminó llorando, derrumbándose sin tan siquiera creer en sus propias palabras.
    – Aún no estamos muertos –Anunció el novio de la chica–. Aún hay esperanza.
    – ¡¿Cómo puedes decir eso de una manera tan cínica?! –Sara elevó los brazos mientras gritaba ya fuera de sí–. ¡No se trata de tener esperanza! ¡Eso es algo que ya no existe en este mundo! ¡Estamos jodidos, muy jodidos, y eso no lo va a solucionar la esperanza! ¡Lo único que podemos hacer es esperar el momento adecuado para escabullirnos del edificio como si fuéramos ratas, para huir de esos monstruos! –La joven se tranquilizó, pues sabía que gritar atraería a las bestias ya mencionadas–. Joel. No se trata de nada de eso. Estamos aquí, sentados, consumiéndonos lentamente y viendo cómo nos llega la hora sin tan siquiera tener una vía de escape –Se mordió el labio inferior, intento mantener una compostura casi deshecha –. Pero... no puedo más, estoy llegando al límite.
    ¿Cómo no me di cuenta antes? Pensó el joven, observando aquel rostro que un día fue hermoso y radiante, pero que ahora sucumbía a la más profunda negrura, a la de la desesperación. ¿Acaso creí que bastaba con encontrarse bien físicamente? ¡Por Dios! ¡Cómo demonios no me había dado cuenta antes! Se enjugó las gotas de sudor de su frente con la manga del jersey que llevaba puesto sin dejar de prestar atención a la inconcebible imagen que tenía ante él: la de su novia llorando.
    – No tienes el derecho a llorar de esa manera –Dijo él en un tono alto y claro–. Se supone que la fuerte de espíritu en la relación eres tú.
Sara soltó una carcajada.
    – Si Dios realmente existe, creo que se ha cansado de nosotros. Puede que tengamos que pedir ayuda a Batman o a Superman.
    Ambos comenzaron a reír, de forma histérica, ante la idea del desamparo total. Si realmente no había nada en la Tierra o el cielo que velara por ellos, estaban más que condenados al rotundo fracaso a la hora de llevar a cabo el plan descabellado que estaban tramando.
    Más nos vale creer. Pero no en ningún dios, a ellos no les debe importar en absoluto los asuntos de unos simples humanos. En estos momentos necesitamos creer en nosotros mismos. Es lo único que nos queda. Sara vio cómo Joel se levantaba, también pudo observar sus ojos centelleantes y por un momento volvió al pasado. Esa mirada que antes del colapso era algo frecuente en él; había desaparecido, llevándose una parte de su novio, a un lugar recóndito y apartado. Sin embargo, de alguna manera él había conseguido recuperarla, y eso la reconfortaba, porque sabía que Joel volvía a ser el de antes: un hombre que cuando se proponía algo, era capaz de luchar contra el mundo entero para conseguirlo. Esa era la persona de la que se había enamorado. Y por fin, después de tanto tiempo, volvía a estar con ella.
   Esbozó una sonrisa para sus adentros. Quizá debía replantearse su discurso anterior.

Capítulo 3: Adiós, hermano.

    Un hombre solitario, de andares toscos y aspecto amenazador atravesaba una serpenteante carretera secundaria. Parándose a examinar los ocasionales coches que aparecían en el camino, en busca de algún objeto útil que pudiera servirle en el futuro.
    El cielo de color azul celeste, impoluto, permitía que los débiles rayos del sol impactaran contra la fina capa de aguanieve que se había formado durante las últimas dos semanas. En algún momento del pasado esa capa fue nieve, pero ahora no era más que un manto resbaladizo que podía jugar una mala pasada a cualquier transeúnte despistado.
   La larga cabellera de pelo negro que Flavio dejó crecer durante los meses posteriores al colapso había crecido de manera exponencial, llegando ya hasta la mitad de su cintura. El viento invernal la hacía ondear como si de un estandarte se tratara. Los pelos impedían ver con total claridad, pero se trataba de un alto precio que debía pagar por algo mucho mejor: mantener su cabeza caliente.
    Caminó durante horas, sin siquiera detenerse a descansar o beber un trago de agua. Tenía en mente el objetivo de alejarse lo máximo posible de la ciudad que casi lo había matado. Si eso significaba avanzar día y noche sin descanso lo haría sin tan siquiera cuestionarlo, porque perderse en carreteras poco transitadas como aquella, aumentaba las posibilidades de supervivencia a largo plazo.
    Mientras divagaba en pensamientos ajenos a su situación, un estruendoso sonido invadió el ambiente. Fue solo durante una milésima de segundo, pero Flavio supo al momento de qué se trataba: el sonido de una bala. Ese acto sólo podía haber sido obra de un humano, y bastante estúpido, teniendo en cuenta que con ello lo único que conseguiría sería llamar la atención.
    Se trataba de un ruido aislado, un único disparo, y eso realmente era un mal presagio. En las batallas campales entre varios individuos se podían escuchar docenas sino cientos de proyectiles siendo lanzados a través de los mortíferos artefactos de metal. También podía tratarse de un accidente, aunque dudaba mucho de que así fuera. ¿No era este uno de los mejores lugares para llevar a cabo un asesinato?
    El joven se puso marcha y dando grandes zancadas se acercó hacia el lugar del que provenía aquel aterrador y efímero sonido; anunciando la desesperación para los vivos y el descanso eterno para los muertos.
    Tras apartar sin mucho esfuerzo las ramas de grandes arbustos que arañaban su piel como afiladas cuchillas, consiguió vislumbrar a lo lejos, en un claro, una situación de lo más espeluznante: dos hombres alzaban sus armas apuntando hacia la zona donde habían cuatro personas arrodilladas. Al observar aquellas caras Flavio lo golpeó una enorme sensación de vacío que hasta entonces nunca lo había sentido. Por un momento permaneció confuso. Pero los gritos de uno de los hombres llegaron hasta sus oído justo antes de que una bala atravesara su cráneo.
    – ¡Has matado a Farid, hijo de puta! –Bramó el que era ya el único hombre del desesperado grupo, mientras las dos mujeres que lo acompañaban sollozaban–. ¡Te voy a matar...! –Pero su furia quedó ahogada cuando uno de los captores lo golpeó con la culata del arma, desorientándolo momentáneamente.
    – Ya no eres tan hablador, ¿eh? –Preguntó el asesino, mientras reía como un poseso. Aquel hombre debía haber perdido la cordura mucho antes de que el colapso del mundo fuera una realidad. Dos locos con armas matando gente sin ninguna clase de pudor. Ese pensamiento le provocó náuseas a Flavio. Pero una vez más los gritos desesperados del hombre volvían a invadir su canal auditivo.
    – ¡Estáis enfermos! ¡Tendrías que matar a esas bestias, no a nosotros! –Exclamó sin convicción alguna.
    – Cállate. Si no quieres recibir un disparo en la cabeza como tu amigo. Antes de matarte a ti quiero que veas cómo nos divertimos con estas dos mujeres –El hombre demente apartó la vista y al tiempo que humedecía los labios con su lengua dirigió la mirada hacia las dos únicas figuras femeninas que se hallaban en el lugar–. ¡Cómo nos vamos a divertir! ¿No es verdad, Michael?
    Pero su acompañante permanecía con la mirada impasible. Propia de alguien que realmente entiende la gravedad de los actos llevados acabo. El hombre asintió en silencio, dando el visto bueno a la situación. Esa fue la gota que colmó el vaso. Flavio no se quedaría allí sin hacer nada, siendo un mero espectador pasivo embargado por el miedo, sin tener el derecho a sentir furia. No iba a permitir semejante injusticia. No iba a cargar con la culpa de los muertos.
    Sacó con un movimiento rápido el hacha de su cinturón de herramientas y la empuñó con ambas manos. A continuación y caminando con sumo cuidado, fue dando media vuelta al claro, resguardado por los troncos y ramas bajas de los abetos. Los gritos y chillidos por parte de las tres víctimas ahogaban el sonido que generaban sus botas al pisar el suelo cubierto de toda clase de materia en estado de descomposición, que claramente se había congelado por culpa del frío extremo propio de las zonas continentales. Un minuto más tarde se hallaba a no más de diez metros de la posición de aquellos dos individuos armados. Su actuación tendría que estar exenta de fallos, ser rápida y llevarse a cabo con contundencia.
    Dio un suspiro y comenzó el espectáculo: Primero avanzó a paso ligero hacia el individuo llamado Michael, que observaba con aire distraído la escena. El hombre alzó el hacha y con un movimiento rápido separó la cabeza del cuello, haciendo que la sangre lo salpicara por completo.
    Ahora no se escuchaban gritos, sino que el grupo de rehenes observaba con incredulidad cómo uno de los dos asesinos perdía la vida en un instante.
   – ¿Eh? ¿Por qué estáis tan callados? –Preguntó el único sujeto armado que permanecía en pie–. ¿Acaso queréis recibir un disp...? –Su voz se ahogó al tiempo que el hacha atravesaba de arriba a abajo la cabeza, como si fuera una sandía partida a la mitad, pero en vez de agua y semillas esta esparcía un líquido negruzco y esquirlas de hueso en todas direcciones.


    Kaled, que tras la muerte de su hermano se preguntaba si habría algo peor que ser ejecutados en medio de la nada por un par de saqueadores conseguía ahora hallar respuesta a una pregunta de pesadilla. Un monstruo cuya altura alcanzaba los dos metros, manchado por la sangre de los asesinos que acababa de matar, examinaba con una mirada impasible sus trofeos de caza: tres personas en estado de shock por lo ridículo de la situación.
    El hombre no pudo evitar reír por culpa de una ansiedad que lo acabaría carcomiendo.
    – ¿Qué demonios estás haciendo? –La pregunta de Ardah se ahogó en un sollozo–. ¿No entiendes lo que está pasando?
   – ¡Claro que lo entiendo! –Exclamó Kaled–. ¡Es por eso que no puedo evitar reírme! ¡Los tres vamos a morir!
    El monstruoso ser de dos metros de altura agarró por el brazo al hombre que no paraba reír y lo observó con cierta preocupación en su rostro.
    – Tenemos que irnos ya. Puede que más gente en los alrededores haya escuchado el disparo. No  podemos arriesgarnos –Su voz gutural resonó en la amplia zona descubierta de árboles–. Deja de reír y ponte en pie.
    – ¿A dónde nos quieres llevar? –Demandó Nadira–. ¿Qué piensas hacer con nosotros?
    – Ahora saldremos de aquí. No es un lugar seguro –La bestia imponente se encogió de hombros y dirigió su mirada hacia el lugar desde el cuál había llegado–. Luego, si queréis iros por vuestra cuenta no pondré pegas. Pero no creo que aguantéis mucho en estas condiciones –Los señaló con el hacha antes de colgarla en su cinturón y dar media vuelta para marcharse.
    – ¡¿Y qué pasa con Farid?! –Chilló Kaled, dominado por la histeria–. ¿Piensas dejar que se pudra aquí, cómo esas dos mierdas? –Sus puños impactaron con fuerza contra los restos de nieve y se encogió para llorar en silencio.
   – No podemos hacer nada por él. Debemos que irnos ya –Sentenció el coloso.
    Kaled quiso gritarle, golpear a ese atisbo de hombre para que se diera cuenta de que él tenía emociones. Quiso decirle que Farid era su hermano, que gracias a él habían logrado sobrevivir durante tanto tiempo porque en su momento asumió el papel de líder sin protestar, llevando consigo una responsabilidad tan grande que debía estar haciéndole mucho daño. Pero mientras habría la boca una mano se posó delicadamente en su hombro. Al torcer la cabeza se fijó en los ojos de Nadira. Estaba tan cansada de todo aquello como él. Sin embargo, su mirada decía que reprimiera toda emoción y que se limitara a obedecer. Si querían salir con vida del infierno necesitaban la ayuda de un salvador, y aunque este tuviera aspecto de demonio, parecía ser la única salida.
    Kaled apoyó las manos sobre sus rodillas para levantarse. Tras conseguirlo a duras penas se encaminó hacia el hombre que le seguía dando la espalda. Echó un último vistazo atrás, primero observando los rostros de su hermana y su prima. Derrotadas ante el fatalismo de los acontecimientos. Luego, y obligándose a hacerlo, dirigió la mirada hacia el cuerpo de Farid, que yacía de lado con los ojos abiertos. Aquellos ojos de un color tan negro como el vacío que ahora sentía en su pecho. Una negrura que quemaba. Pero que también le permitía recordar una cosa: Y es que aún estaba vivo.
    «Adiós, hermano.» Se dijo al tiempo que desviaba la mirada de los vacuos ojos de Farid. «Jamás te olvidaré.»

Capítulo 4. No son zombis.

    – ¿Dónde demonios está esa puta? –Graznó un hombre con enfado creciente–. ¡Sal de ahí, maldita zorra! ¿Quieres morir? –Sus pasos se acercaban cada vez más hacia el lugar en el que Esmeralda se había escondido y todo parecía ya perdido.
    – ¡Oye Juan, tenemos que irnos, ya están aquí! –Un grito en la distancia volvió a alertar a la joven. Sin embargo, parecía tratarse de su salvación, porque el sujeto que llevaba buscándola un buen rato pareció darse por vencido y dejarla en paz.
    Por un momento sintió que todo aquello era cuanto menos absurdo. Se suponía que los supervivientes debían apoyarse mutuamente para así empezar de nuevo en un mundo ya de por sí muy complicado. Pero ahora resultaba que las pocas personas que habían logrado sobrevivir a las primeras semanas de confusión tras la creciente expansión de aquel virus, enfermedad o experimento científico, eran aquellas cuya violencia les caracterizó mientras la vida en sociedad se desarrollaba.  Luego, cuando todo el sistema que conocían se hubo desvanecido de manera progresiva, esos hombres y mujeres violentos o con desequilibrios mentales parecían reclamar el mundo trémulo que los rodeaba.
    Esmeralda quería maldecir a aquellas personas responsables de lo sucedido. Odiarlas desde lo más profundo de su ser. No obstante, nadie parecía ser el culpable de todo aquello. ¿Cómo demonios habían acabado las cosas tan terriblemente mal? ¿Todos los humanos del país sería iguales que sus perseguidores? ¿Y si no sólo era el país, sino el mundo?
    La joven se acurrucó en posición fetal dentro del cubo de la basura rodado, mientras temblaba al pensar en esa idea tan espantosa. Fue precisamente en ese instante cuando un murmullo lejano y constante llegó a sus oídos. Primero pensó que podría tratarse de la lluvia. Sin embargo descartó la idea de inmediato, porque no escuchaba el sonido de las gotas de agua al impactar contra la tapa del contenedor.
    Tuvo la idea de abrir la cubierta del cubo para respirar algo de aire fresco, ya que lo único que podía oler era el asfixiante hedor a basura, por lo que deslizó la tapa levemente para observar el panorama en el exterior. El miedo la paralizó al momento.

    Jorge detuvo el vehículo junto al arcén antes de sacar un mapa enorme de la mochila que se hallaba en el asiento trasero. Clara, que se encontraba sentada junto al chico observaba con profundo interés sus acciones.
    – ¿Dónde estamos? –Quiso saber–. ¿Queda mucho para llegar a Madrid?
    – No tengo ni idea –Dijo él sin levantar la vista del papel–. Pero si me ves con el mapa no creo que debas preguntar algo tan obvio, ¿no?
    La joven se encogió de hombros al tiempo que desviaba la mirada hacia la ventanilla de su asiento. Luego, con haciendo un gesto un tanto desdeñoso añadió:
    – Allí no vamos a encontrar nada.
    – ¿Y cómo lo sabes, acaso eres adivina o algo por el estilo? –Preguntó molesto el chico.
    – Piénsalo. Venimos de una ciudad pequeña y ya estaba todo patas arriba cuando nos fuimos. Es obvio que en la capital del país las cosas van a estar aún peor.
    – Sigues sin saberlo a ciencia cierta. No puedes hacer afirmaciones sin conocer los detalles –Jorge había apartado la vista del mapa para dirigirle la mirada a Clara–. Por cierto, estamos a cuatro kilómetros de Utrillas. Según la guía es un pueblo muy acogedor.
    – Claro, acogedor si eres un zombi al que le gusta comer a la gente viva. ¡Estoy segura de que nos están esperando con los brazos abiertos!
    – ¡Deja ya ese maldito comportamiento impertinente! –Bramó Jorge, haciendo que la joven se sobresaltara–. Ya no eres una niña, tienes dieciséis años, ¿entiendes? No sé cómo demonios piensas aguantar toda esta mierda comportándote de esa manera. Yo que tú no esperaría la ayuda de las personas que te rodean, porque las acabarás sacando de quicio –Se llevó la mano a la frente sin apartar la mirada de aquellos ojos aterrados, que parecían pedirle clemencia. Pero no, él iba a dejarle las cosas claras–. Trato de tener una actitud optimista y tú echas por tierra todos mis intentos de conseguirlo. Luego, te quejas diciendo que ir a Madrid no es la solución. Y aun así no propones ningún otro lugar al que debamos dirigirnos y simplemente pasas las horas mirando a través del cristal sin decir nada. ¿Cómo se supone que debería tomarme tu actitud, Clara? ¿Cómo?
    La joven, que a duras penas había mantenido a raya los sollozos ahora rompía en llanto.
    – ¡Lo siento! Yo no quería que esto acabara así... –Antes de que pudiera acabar la frase Jorge la interrumpió, agarrando sus hombros para que no apartara la vista, debía enfrentarse a la realidad. Huir de ella no iba a solucionar las cosas–. Escucha –Dijo él en un tono más calmado, percatándose de que los ojos azules de la chica parecían un mar surcado de olas, en vez de lágrimas–. Si ambos queremos salir con vida de este infierno, mis rabietas y tus lloriqueos van a ser el menor de nuestros problemas cuando tengamos que enfrentarnos a esos zombis. Pensar que antes me parecían películas estúpidas y que ahora se hacen realidad... –Suspiró. Volvió la vista hacia la carretera y giró las llaves en el contacto para arrancar el motor.
    – De verdad que lo siento –Dijo ella, casi en un susurro–. Tienes razón...
    Jorge no respondía, sino que trataba de poner en marcha el maldito motor del vehículo, que cansado de tantas peleas parecía haber decidido permanecer allí durante un tiempo indefinido.
     – Mierda, mierda, ¡mierda! –Golpeó el volante con ambas manos y una vez más trató de ponerlo en marcha–. ¡Joder!
    – ¿Qué pasa? –Preguntó Clara estando muy alarmada ante el acceso de ira de su compañero.
    – No arranca el motor. Me parece que tendremos que seguir a pie.
     Clara se olvidó por completo de la pelea, de sus problemas personales con Jorge e incluso las preocupaciones consecuentes de viajar hacia la ciudad más poblada del país. Todo eso se había esfumado en cuanto esas palabras llegaron hasta sus oídos.
    – ¿Cómo se supone que vamos a sobrevivir si no encontramos otro coche? –Cuestionó con voz queda–. ¿Esperas recorrer todo el camino hasta Madrid a pie?
    – ¡No lo sé, vale! No lo sé... – A la chica le preocupó aún más la mirada insustancial del chico, porque significaba que toda esperanza estaba ya perdida.
     «Adiós al optimismo y hola al desánimo.» Se llevó las manos a la cara para esconder las lágrimas que manaban de sus ojos. «Puede que me encuentre con papá y mamá antes de lo que tenía previsto.»

    Muchas cosas han ocurrido últimamente. En la distancia se oye el sonido de explosiones con más frecuencia de la que me gustaría. También debo añadir al escrito otro hecho, y es que ya no se escuchan más gritos. Eso en parte es bueno, ya que las pesadillas nocturnas han desaparecido, pero tanto Sara como yo seguimos muy inquietos ante la posibilidad de que el dueño de esa voz se encuentre ahora criando malvas o peor aún, en el estómago de alguna de esas bestias.
    Siento que mañana podríamos encontrarnos en un situación similar. A fin de cuentas, ¿qué nos diferencia de la pobre gente que trata de sobrevivir en este lugar. Quiero pensar que se trata de la determinación. De la forma en la que ambos nos compenetramos y de nuestros sentimientos. Sí, suena cursi y tengo miedo. Sin embargo, cuando no nos queda nada más allá del amor, ¿no es justo aferrarse a este? ¿No es la dependencia algo bueno en estos tiempos? En fin, también me embarga la excitación. No hemos hecho nada digno de mención desde que todo empezó. Hasta ahora fuimos meros espectadores de una película de horror cuya trama se desarrollaba sin afectarnos, pero los tiempos cambian y las personas también lo hacen.
    Si las personas cambian, sus acciones lo harán de igual forma. Y aunque no deseo sacar conclusiones precipitadas, creo que este cambio es positivo. No tengo pruebas, es simplemente algo que siento. Así que me aferraré a esto, porque es lo único que tengo, y es lo único que no quiero perder.

    El ambiente estaba cargado de tensión. Tanto ella como él trataban de evadirla haciendo uso de las distracciones que tenían a mano. Por supuesto, siempre es más fácil decirlo que hacerlo.
Joel guardó su bolígrafo azul Bic en uno de los tantos bolsillos de la chaqueta que llevaba puesta. A continuación cerró la tapa de la libreta y echó un vistazo a la habitación, que se encontraba en la penumbra.
    – ¿Quieres volver a repasar el plan? –Inquirió él, sin encontrar la manera de iniciar una conversación que se alejara de la realidad del momento.
    – No hace falta. Creo haberlo estudiado en mi mente al menos una docena de veces –La joven apartó la vista del libro con cierta brusquedad–. Pero de todas formas voy a aceptar la propuesta. No hay nada que hacer en estos momentos.
    Granadilla de Abona era uno de los treinta y un municipios de la isla de Tenerife. Contaba con una población de algo más de cincuenta mil habitantes, repartidos a largo y ancho de un territorio cubierto por bosques y tierras dedicadas en su mayor parte a la siembra de regadío.
    Se trataba de una región alejada de la gran ciudad, donde la gente de campo buscaba ante todo la familiar tranquilidad que sólo proporcionan lugares cercanos a la naturaleza. Ese había sido uno de los motivos que llevaron a aceptar el testamento que el abuelo de Sara dejó antes de fallecer. El otro, claro está, es que la casa se hallaba exenta de hipoteca y por lo tanto era un buen lugar para comenzar a vivir. Sin riesgos de acabar en la calle por culpa de la crisis. Un pozo de agua servía de abastecimiento para la vivienda y los huertos colindantes, haciendo que incluso en caso de un corte en el suministro las cosas no fueran tan siquiera un problema.
    Sí. Vivir allí fue quizá la mejor decisión de sus vidas. La chica no lograba hacerse una idea de lo que habría ocurrido en caso de haber escuchado las palabras de sus padres, que resonaban aún como viejos espectros asentados en su cabeza, con la idea de quedarse en ella hasta el final de los días.
    – Primero debemos salir haciendo el menor ruido posible –Anunció Joel en voz baja–. Por cierto Sara –la miró con aire ausente–. Deberíamos atar los cordones de nuestras botas y echárnoslas al cuello. Puede que la mejor opción sea caminar hasta el garaje llevando sólo calcetines. Así se reducirá el ruido.
    – Después irás al coche, lo pondrás en marcha mientras abro manualmente la puerta y saldrás tan rápido como puedas –La joven no había tenido tiempo siquiera de replicar. Su novio parecía ansioso y estresado. Aunque claro, teniendo en cuenta lo expuesto que iba a estar y la posibilidad de encontrarse con una de esas cosas mientras trataba de abrir la puerta... la simple idea de ver una escena tan aterradora hizo que la carne se le pusiera de gallina–. Además, las carreteras en esta zona siempre han estado tan muertas como lo están ahora los vecinos. No habrá problemas con el tráfico.
    – Pero... ¿y si los hay? –Por supuesto que era necesario barajar todas las posibilidades, al menos eso pensaba ella.
    – No, nunca se ha tenido problemas. En este caso las cosas no van a ser distintas –Sentenció Joel al tiempo que su semblante se tornaba sombrío–. Y si es así, es probable que acabemos convirtiéndonos en esos monstruos.
    – Tan positivo como siempre, ¿no? –Sara esbozó un intento de sonrisa que se quedó en una mueca un tanto extraña.
    – Preguntaste y yo respondí. A estas alturas o somos pragmáticos y nos tomamos las cosas con seriedad o acabaremos siendo comida para esos zombis...
    – ¿Zombis?
    – Siendo sincero, ¿no te parecen zombis? Es decir, matan y devoran a la gente, ¿no hacen lo mismo en las películas? –El joven se sentía incómodo al calificar a aquellas bestias como simples personajes de ficción. Sin embargo todo resultaba tan similar que llamarlos de esa forma parecía ser lo normal.
    – Sí... pero no creo que sean zombis. Eran seres lentos, con habilidades cognitivas atrofiadas. Masas de carne pútrida. Estas cosas... no son lo mismo –Justo cuando la tensión parecía volver a adueñarse del entorno Joel se levantó para examinar el ambiente en las calles. Comenzaba a amanecer, y los monstruos que hasta entonces habían pasado la noche pululando de un lugar a otro iban desapareciendo paulatinamente. La ciudad desnuda, sin la presencia de un solo ser vivo inquietaba a la pareja. Parecía estar susurrándoles algo que ninguno de los dos quería llegar a oír.
   «Sara tiene razón. No podemos etiquetar a estas criaturas ni tomarlas a la ligera. Son mucho más peligrosas.» Joel apartó la mirada de las calles al tiempo que corría de nuevo la cortina de color crema. «Ojalá lo fueran, porque entonces ya sabríamos algo sobre ellas. Pero definitivamente no son zombis. Son algo mucho peor.»

Capítulo 1: Supervivencia.

   Todo son problemas y ninguno de ellos desaparece. Al contrario, cuanto más tiempo pasa peor se vuelve la situación. Antes, cuando el tiempo aún era favorable, la esperanza de ser rescatados persistía. Pero en estos momentos en los que la nieve se amontona en las calles y las nubes cubren de forma permanente el cielo, nos hacemos varias preguntas:
   ¿Por qué seguir adelante? ¿De qué nos servirá sobrevivir al invierno? ¿Acaso encontraremos comida a tiempo?
   Ojalá tuviera alguna respuesta a estas preguntas. Sin embargo, no es así, y por ahora lamentarse no nos llevará a ningún lado. En mi caso, aún tengo cosas importantes en mi vida que debo proteger.

   Joel levantó la vista de la hoja para posarla en el rostro de Sara, su novia. Ella leía a la luz de una vela un viejo libro. No había mucho que hacer, y al quedarse en casa uno podía morirse de aburrimiento fácilmente.
   Su rostro, sucio por la falta de cuidados, dejaba entrever unas marcadas ojeras que revelaban las pocas horas de sueño que había dormido en los últimos días.
   Son tiempos difíciles. Pensó Joel al tiempo que encendía uno de los últimos cigarrillos de su paquete. Pero debemos aguantar.
   ¿Por qué era necesario seguir existiendo un día más?
   Joel no se limitó a deshacerse de esa pregunta. Ser pesimista no le permitiría abrir los ojos a la mañana siguiente, y por lo tanto, no necesitaba pensar de esa forma.
   –¿Cenamos ya?  –Preguntó el joven con su característica voz grave–. Dentro de poco oscurecerá.
   –No creo que pueda haber más oscuridad que ahora –Dijo Sara, cerrando en libro al tiempo que marcaba la página por la que había dejado a medias el escrito–. Por cierto, ¿qué hay para cenar?   –Esbozó una cálida sonrisa que hizo que por un momento Joel dejará de sentir frío en la habitación.