Prólogo: Bestias de otro mundo.
Todo son problemas y ninguno de ellos desaparece. Al
contrario, cuanto más tiempo pasa peor se vuelve la situación.
Antes, cuando el tiempo aún era favorable, la esperanza de ser
rescatados persistía. Pero en estos momentos en los que la nieve se
amontona en las calles y las nubes cubren de forma permanente el
cielo, nos hacemos varias preguntas:
¿Por qué seguir adelante? ¿De qué nos servirá sobrevivir al invierno? ¿Acaso encontraremos comida a tiempo?
Ojalá tuviera alguna respuesta a estas preguntas. Sin embargo, no es así, y por ahora lamentarse no nos llevará a ningún lado. En mi caso, aún tengo cosas importantes en mi vida que debo proteger.
Joel levantó la vista de la hoja para posarla en el rostro de Sara, su novia. Ella leía a la luz de una vela un viejo libro. No había mucho que hacer, y al quedarse en casa uno podía morirse de aburrimiento fácilmente.
Su rostro, sucio por la falta de cuidados, dejaba entrever unas marcadas ojeras que revelaban las pocas horas de sueño que había dormido en los últimos días.
Son tiempos difíciles. Pensó Joel al tiempo que encendía uno de los últimos cigarrillos de su paquete. Pero debemos aguantar.
¿Por qué era necesario seguir existiendo un día más?
Joel no se limitó a deshacerse de esa pregunta. Ser pesimista no le permitiría abrir los ojos a la mañana siguiente, y por lo tanto, no necesitaba pensar de esa forma.
–¿Cenamos ya? –Preguntó el joven con su característica voz grave–. Dentro de poco oscurecerá.
–No creo que pueda haber más oscuridad que ahora –Dijo Sara, cerrando en libro al tiempo que marcaba la página por la que había dejado a medias el escrito–. Por cierto, ¿qué hay para cenar? –Esbozó una cálida sonrisa que hizo que por un momento Joel dejara de sentir frío en la habitación.
– ¿A parte de las conservas rancias de siempre? –Se llevó el dedo índice al labio, como si estuviera pensando–. Una ración extra de frío invernal. ¿Te parece bien?
Sara hizo una mueca, pero se puso en pie antes de hacer nada más–. Bueno, tendré que conformarme con eso. Así que será mejor comer rápido para no congelarnos durante la noche. No quiero volver a repetir lo que ocurrió el otro día...
Ambos se dirigieron a la cocina, lugar en el que tras terminar el contenido de uno de los botes de fruta en almíbar colocaron sus respectivos sacos de dormir: se trataba de la estancia más cálida de la casa, por lo que debían aprovechar al máximo el calor para así no congelarse durante las gélidas noches de invierno.
– ¿Cuánto tiempo pasaremos aquí? –Susurró Sara, ya acostada, en medio de la negrura.
– No lo sé, pero no creo que aguantemos otra semana más –Joel se sorprendió al escuchar sus propias palabras. ¿Tenía acaso el derecho a decidir cuándo abandonarían la seguridad del bloque de apartamentos? ¿Tenía el derecho a poner una fecha exacta al día en el que todo podría llegar a su fin? ¿Y si a Sara le acababa ocurriendo algo, tendría el valor para enfrentarse a lo que sucediera?
El joven comenzó a temblar, más por miedo que debido al frío.
– No te preocupes, todo saldrá bien –Volvió a susurrar la joven–. Las cosas ya no pueden ir peor. Hemos tocado fondo.
Pero eso no tranquilizaba a Joel. Dudaba que las cosas fueran a mejorar. Es más, parecía que el mundo conspiraba para evitar que las cosas le salieran bien.
Sin querer tocar más el tema, cerró los ojos, intentado conciliar el sueño, aunque sabía que no iba a ser una tarea sencilla: de fondo, como si se tratara de una banda sonora que acompaña la escena, un leve pero constante murmullo provenientes de las calles se colaba en la vivienda. Un murmullo inhumano, que bien podría haber pertenecido a bestias de otro mundo. No obstante, esas bestias habitaban la Tierra, y se encontraban a escasos metros del lugar en el que ambos jóvenes intentaban dormir, aguardando a que el más leve sonido se dejara notar, para así comenzar con la pesadilla.
¿Por qué seguir adelante? ¿De qué nos servirá sobrevivir al invierno? ¿Acaso encontraremos comida a tiempo?
Ojalá tuviera alguna respuesta a estas preguntas. Sin embargo, no es así, y por ahora lamentarse no nos llevará a ningún lado. En mi caso, aún tengo cosas importantes en mi vida que debo proteger.
Joel levantó la vista de la hoja para posarla en el rostro de Sara, su novia. Ella leía a la luz de una vela un viejo libro. No había mucho que hacer, y al quedarse en casa uno podía morirse de aburrimiento fácilmente.
Su rostro, sucio por la falta de cuidados, dejaba entrever unas marcadas ojeras que revelaban las pocas horas de sueño que había dormido en los últimos días.
Son tiempos difíciles. Pensó Joel al tiempo que encendía uno de los últimos cigarrillos de su paquete. Pero debemos aguantar.
¿Por qué era necesario seguir existiendo un día más?
Joel no se limitó a deshacerse de esa pregunta. Ser pesimista no le permitiría abrir los ojos a la mañana siguiente, y por lo tanto, no necesitaba pensar de esa forma.
–¿Cenamos ya? –Preguntó el joven con su característica voz grave–. Dentro de poco oscurecerá.
–No creo que pueda haber más oscuridad que ahora –Dijo Sara, cerrando en libro al tiempo que marcaba la página por la que había dejado a medias el escrito–. Por cierto, ¿qué hay para cenar? –Esbozó una cálida sonrisa que hizo que por un momento Joel dejara de sentir frío en la habitación.
– ¿A parte de las conservas rancias de siempre? –Se llevó el dedo índice al labio, como si estuviera pensando–. Una ración extra de frío invernal. ¿Te parece bien?
Sara hizo una mueca, pero se puso en pie antes de hacer nada más–. Bueno, tendré que conformarme con eso. Así que será mejor comer rápido para no congelarnos durante la noche. No quiero volver a repetir lo que ocurrió el otro día...
Ambos se dirigieron a la cocina, lugar en el que tras terminar el contenido de uno de los botes de fruta en almíbar colocaron sus respectivos sacos de dormir: se trataba de la estancia más cálida de la casa, por lo que debían aprovechar al máximo el calor para así no congelarse durante las gélidas noches de invierno.
– ¿Cuánto tiempo pasaremos aquí? –Susurró Sara, ya acostada, en medio de la negrura.
– No lo sé, pero no creo que aguantemos otra semana más –Joel se sorprendió al escuchar sus propias palabras. ¿Tenía acaso el derecho a decidir cuándo abandonarían la seguridad del bloque de apartamentos? ¿Tenía el derecho a poner una fecha exacta al día en el que todo podría llegar a su fin? ¿Y si a Sara le acababa ocurriendo algo, tendría el valor para enfrentarse a lo que sucediera?
El joven comenzó a temblar, más por miedo que debido al frío.
– No te preocupes, todo saldrá bien –Volvió a susurrar la joven–. Las cosas ya no pueden ir peor. Hemos tocado fondo.
Pero eso no tranquilizaba a Joel. Dudaba que las cosas fueran a mejorar. Es más, parecía que el mundo conspiraba para evitar que las cosas le salieran bien.
Sin querer tocar más el tema, cerró los ojos, intentado conciliar el sueño, aunque sabía que no iba a ser una tarea sencilla: de fondo, como si se tratara de una banda sonora que acompaña la escena, un leve pero constante murmullo provenientes de las calles se colaba en la vivienda. Un murmullo inhumano, que bien podría haber pertenecido a bestias de otro mundo. No obstante, esas bestias habitaban la Tierra, y se encontraban a escasos metros del lugar en el que ambos jóvenes intentaban dormir, aguardando a que el más leve sonido se dejara notar, para así comenzar con la pesadilla.
Capítulo 1: Batalla contra el tiempo.
Capítulo 1: Batalla contra el
tiempo.
Flavio contempló en silencio las
sombras que los edificios cercanos a su posición proyectaban, para
finalmente decidir que había llegado la hora de descansar y comer
algo antes de proseguir con la marcha.
Se descolgó la enorme mochila que
llevaba sujeta a los hombros y comenzó a rebuscar en ella algo de
comida que llevarse a la boca; la tarea le llevó unos cinco minutos,
pues tuvo que rebuscar entre toda clase de herramientas y objetos
varios que yacían desordenados dentro del macuto.
Sacó una enorme lata de sardinas y
tras abrirla sin esfuerzo alguno, devoró el contenido del recipiente
con las manos. Después de depositar la lata vacía en una pequeña
papelera que se encontraba en la cocina, se dispuso a abandonar el
apartamento. No obstante, un leve susurro hizo que se sobresaltara
antes de siquiera tocar la manilla.
Pasados unos segundos, advirtió que
el sudor empezaba a brotar a través de los poros de su piel.
Llevaba un rato esperando a que algo
sucediera. Pero nada. El ruido no se repetía, y todo permanecía en
un silencio absoluto.
Finalmente, con una mano sobre la
manilla de la puerta y otra sobre el objeto contundente que llevaba
en el cinturón de su cadera, abrió la puerta, dejando escapar un
leve chirrido casi inaudible.
De un salto abandonó la seguridad
de la vivienda para salir al pasillo del edificio. Miró velozmente
hacia ambos lados. Primero a la izquierda, divisando a lo lejos una
escalerilla que conducía a la planta inferior. Al girarse hacia el
otro lado sintió una punzada de dolor en su pecho; una de las
bestias olisqueaba con profundo interés el aire, como si estuviera
tratando de decidir qué hacer.
Flavio quiso sacar el hacha de su
cinturón y acabar con aquella cosa cuanto antes. No obstante, su
intuición le impedía realizar tal acción. Quizá hubieran más
monstruosas criaturas en el edificio. Llamar la atención mientras
luchaba acabaría por matarlo. Sólo tenía una opción: correr.
Y así lo hizo. Dando grandes
zancadas se impulsó hasta llegar a las escaleras. Las bajó de dos
en dos mientras escuchaba a sus espaldas un aberrante grito
proveniente de las entrañas de la bestia que momentos antes
olfateaba en busca de alguna presa. Al parecer ella también había
tomado una decisión.
El hombre continuó descendiendo
hasta llegar a la planta baja del edificio. El sonido de sus botas
alertó a una de las criaturas que trató de morderle en el
vestíbulo.
Flavio no tuvo ninguna duda, y usó
con extrema eficacia el hacha, decapitando de un golpe limpio a
aquella cosa. Sin detenerse y escuchando toda clase de gritos y
gruñidos salió a la calle, cargando su hombro derecho contra la
puerta de cristal de la entrada del edificio, haciendo que el vidrio
se fragmentara en mil pedazos y provocando también que muchos de
ellos acabaran incrustados en la piel del hombre.
Ni siquiera pudo concentrarse en el
dolor que sentía. Notaba cómo la sangre caliente recorría su brazo
malherido, deslizándose entre sus dedos hasta caer al suelo, pero la
adrenalina del momento le permitió proseguir con la marcha,
avanzando precipitadamente en medio de un mar de seres nauseabundos,
que trataban de darle caza mientras huía en dirección al bosque,
situado a las afueras de la ciudad.
Los gritos cesaron con la caída del
sol, y Flavio había conseguido zafarse de las criaturas justo antes
de que la oscuridad secuestrara el cielo. Mareado y tambaleándose
por culpa de la pérdida de sangre, se escondió tras uno de los
árboles de mayor tamaño de la zona. Se deshizo de los trocitos de
cristal incrustados en su brazo y trató las heridas con alcohol y un
par de vendas esterilizadas que llevaba en la mochila. A
continuación, habiéndose asegurado de que nadie ni nada se
encontrara rondando los alrededores, usó su enorme mochila a modo de
almohada. Después, cerrando los ojos lentamente, dejó que el sueño
se apoderara de él.
¿Y si realmente no se encontraba a
salvo? ¿Y si lo habían seguido hasta aquel lugar? ¿Y si no volvía
a abrir los ojos?
No pudo pensar en nada, pues antes
siquiera de poder valorar la situación con algo de objetividad
perdió el conocimiento, adentrándose en las tinieblas de la
incertidumbre.
Farid entornó los ojos para observar un diminuto punto que se movía con rapidez en la distancia. Con el paso de los segundos, el punto iba aumentando de tamaño, hasta que Farid pudo discernir lo que era; una de esas tantas criaturas que deambulaban ahora por todo el país, en busca de alimento.
– ¿Has conseguido arrancar ya el coche? –Preguntó un tanto inquietado.
– Estoy tratando de conseguirlo, pero no es tan fácil –Dijo Kaled, tratando de solucionar el problema que impedía al vehículo funcionar–. Puede que me lleve unos cinco minutos.
– ¿Cinco minutos? ¡No tenemos tanto tiempo! –Exclamó otra voz–. Esas cosas se acercan, van a acabar con noso...
– Deja que tu hermano trabaje en paz y llama a tu prima. Hay que acelerar todo esto, porque de lo contrario...
Nadira quiso protestar. No obstante, un grito proveniente de la lejanía impidió que dijera nada, además de eso, consiguió que se asustara y desapareciera al momento.
– Estará aquí en menos de dos minutos –Anunció el hombre subido a uno de los tantos vehículos desperdigados por la carretera mientras su hermano seguía intentando encontrar solución al problema.
– Si quieres que me dé prisa, no lo estás consiguiendo –Kaled se mordió el labio inferior mientras manipulaba el motor del vehículo. Creía haber encontrado el problema, y ya estaba terminando de solucionarlo. Pero... ¿que ocurriría si eso no era lo que realmente impedía el arranque del automóvil?
No pensó en ello, y una vez terminada la rápida tarea giró la llave para poder arrancar el motor. No funcionó.
– ¡Ya estoy aquí! –Exclamó Nadira.
– Entonces... ¿nos vamos ya? –La prima de la joven, un par de años mayor que ella, contempló en silencio cómo se iban acercando varias bestias a su posición. Sintió un escalofrío, pero no dijo nada.
Observó cómo su primo trataba de poner en funcionamiento el vehículo, sin éxito.
– Menos de un minuto –Anunció nuevamente Farid, esta vez en un tono fatalista impropio de él.
– Lo intento, lo intento –Las gotas de sudor comenzaban a acumularse en la frente de Kaled, exasperado por no poder conseguir lo que tanto ansiaba–. Vamos, ¡vamos! ¡Arranca de una maldita vez!
Finalmente, como si el automóvil hubiera decidido obedecer las órdenes del hombre, el motor comenzó a rugir, mientras que la familia, ansiosa por escapar del lugar, entró en el vehículo a toda prisa.
– ¡Sube, Farid! –Gritó Kaled mientras el coche empezaba a acelerar.
El hermano del conductor corrió tan rápido como sus piernas se lo permitieron, y mientras oía gritos inhumanos a sus espaldas saltó en la parte trasera del vehículo, ayudado por su prima.
– Ha sido un día emocionante, ¿no? –Dijo Ardah, con una radiante sonrisa en su rostro–. ¿Lo repetimos mañana?
– Oh, por favor, cierra la boca –Le instó Farid.
Capítulo 2: Esperanza
Tictac. Tictac. Joel
abrió los ojos y permaneció acostado, escuchando en silencio el
sonido del reloj que marcaba la hora en la cocina. Las manecillas
generaban ese ruido desquiciante que comenzaba a resultar un completo
fastidio.
Tictac. Tictac. De todos modos guardó silencio. No
quería despertar a Sara, ella necesitaba descansar el máximo de
horas posible en los días siguientes, para así abandonar la ciudad
con rapidez. Pero para ello era necesario hacer acopio de todas las
fuerzas posibles, lo que a largo plazo sería decisivo, lo que
después de mucho tiempo acabaría equilibrando la balanza de la vida
hacia un lado (luz) o hacia el otro (oscuridad).El joven comenzó a recapitular los hechos ocurridos hasta el momento. Lo que les había llevado a él y a su novia hasta un punto de no retorno en el cuál las cosas se tornaban vacías y carentes de sentido. ¿Acaso vivir otro día más serviría de algo?
No, claro que no. Pensó Joel, mirando fijamente el techo, como si más allá de él fueran a encontrar la libertad o la seguridad que aquel pequeño piso de poco más de sesenta metros cuadrados no les había proporcionado en todo ese tiempo. Después desvió la mirada hacia el rostro de Sara. Sus labios carnosos y rojizos dibujaban una mueca de disgusto, mientras los párpados que escondían aquellos ojos azules hipnotizantes temblaban cual terremoto de máxima magnitud.
Está teniendo una pesadilla. Se dijo el joven para sus adentros, pero no fue capaz de despertarla, porque en aquel rostro apenas quedaban secuelas del insomnio que durante semanas había hecho mella en su salud, deteriorándola hasta un punto alarmante.
Sonrió, ya que ahora era él el que tenía problemas de salud, y más le valía cuidarse si no quería acabar convertido en uno de los tantos demonios andantes que pululaban a través de la ciudad, sin importarles lo más mínimo qué condiciones atmosféricas hicieran. Eso sí, por alguna extraña razón preferían la oscuridad de la noche antes de que la luz del día. Cosa que no tenía ninguna lógica...
Súbitamente un grito acabó con la calma del amanecer. Joel dio un respingo que casi lo hizo caer de la cama, y Sara había dejado atrás la pesadilla de su sueño para adentrarse en la pesadilla que estaba teniendo lugar en la realidad.
Ambos permanecieron en silencio, quietos, esperando un nuevo grito que no llegaba. Todo quedó nuevamente en calma, excepto los pensamientos de Daniel.
Quedan supervivientes en esta ciudad. Pero están incluso más desesperados que nosotros. Ese grito no ha hecho más que confirmar lo que ya sospechaba. La muerte está mucho más cerca de lo que pensamos.
Volvió la vista hacia Sara, esta le lanzó una mirada cargada de inseguridad. Pero él no se encontraba en una situación mucho mejor.
– Nos iremos mañana al amanecer –Dijo en un tono de voz tan débil que parecía un susurro–. Debemos viajar al sur.
– ¿Y luego qué? ¿Qué ocurrirá cuando lleguemos a la costa? –Preguntó Sara, expectante.
Joel miró fijamente aquellos ojos tan parecidos a la aguamarina, para luego acabar agachando la cabeza –. No es seguro que consigamos llegar al sur. No es seguro siquiera que consigamos escapar de la ciudad.
– No puedes rendirte antes de empezar –Dijo la joven, al tiempo que su postura se recomponía–. Eso no es propio de ti. ¡Tenemos que ser optimistas! –El grito proveniente de la misma persona se dejó escuchar en la distancia, oponiéndose a las palabras de Sara, que terminó llorando, derrumbándose sin tan siquiera creer en sus propias palabras.
– Aún no estamos muertos –Anunció el novio de la chica–. Aún hay esperanza.
– ¡¿Cómo puedes decir eso de una manera tan cínica?! –Sara elevó los brazos mientras gritaba ya fuera de sí–. ¡No se trata de tener esperanza! ¡Eso es algo que ya no existe en este mundo! ¡Estamos jodidos, muy jodidos, y eso no lo va a solucionar la esperanza! ¡Lo único que podemos hacer es esperar el momento adecuado para escabullirnos del edificio como si fuéramos ratas, para huir de esos monstruos! –La joven se tranquilizó, pues sabía que gritar atraería a las bestias ya mencionadas–. Joel. No se trata de nada de eso. Estamos aquí, sentados, consumiéndonos lentamente y viendo cómo nos llega la hora sin tan siquiera tener una vía de escape –Se mordió el labio inferior, intento mantener una compostura casi deshecha –. Pero... no puedo más, estoy llegando al límite.
¿Cómo no me di cuenta antes? Pensó el joven, observando aquel rostro que un día fue hermoso y radiante, pero que ahora sucumbía a la más profunda negrura, a la de la desesperación. ¿Acaso creí que bastaba con encontrarse bien físicamente? ¡Por Dios! ¡Cómo demonios no me había dado cuenta antes! Se enjugó las gotas de sudor de su frente con la manga del jersey que llevaba puesto sin dejar de prestar atención a la inconcebible imagen que tenía ante él: la de su novia llorando.
– No tienes el derecho a llorar de esa manera –Dijo él en un tono alto y claro–. Se supone que la fuerte de espíritu en la relación eres tú.
Sara soltó una carcajada.
– Si Dios realmente existe, creo que se ha cansado de nosotros. Puede que tengamos que pedir ayuda a Batman o a Superman.
Ambos comenzaron a reír, de forma histérica, ante la idea del desamparo total. Si realmente no había nada en la Tierra o el cielo que velara por ellos, estaban más que condenados al rotundo fracaso a la hora de llevar a cabo el plan descabellado que estaban tramando.
Más nos vale creer. Pero no en ningún dios, a ellos no les debe importar en absoluto los asuntos de unos simples humanos. En estos momentos necesitamos creer en nosotros mismos. Es lo único que nos queda. Sara vio cómo Joel se levantaba, también pudo observar sus ojos centelleantes y por un momento volvió al pasado. Esa mirada que antes del colapso era algo frecuente en él; había desaparecido, llevándose una parte de su novio, a un lugar recóndito y apartado. Sin embargo, de alguna manera él había conseguido recuperarla, y eso la reconfortaba, porque sabía que Joel volvía a ser el de antes: un hombre que cuando se proponía algo, era capaz de luchar contra el mundo entero para conseguirlo. Esa era la persona de la que se había enamorado. Y por fin, después de tanto tiempo, volvía a estar con ella.
Esbozó una sonrisa para sus adentros. Quizá debía replantearse su discurso anterior.
Capítulo 3: Adiós, hermano.
Un hombre solitario, de andares
toscos y aspecto amenazador atravesaba una serpenteante carretera
secundaria. Parándose a examinar los ocasionales coches que
aparecían en el camino, en busca de algún objeto útil que pudiera
servirle en el futuro.
El cielo de color azul celeste,
impoluto, permitía que los débiles rayos del sol impactaran contra
la fina capa de aguanieve que se había formado durante las últimas
dos semanas. En algún momento del pasado esa capa fue nieve, pero
ahora no era más que un manto resbaladizo que podía jugar una mala
pasada a cualquier transeúnte despistado.
La larga cabellera de pelo negro que
Flavio dejó crecer durante los meses posteriores al colapso había
crecido de manera exponencial, llegando ya hasta la mitad de su
cintura. El viento invernal la hacía ondear como si de un estandarte
se tratara. Los pelos impedían ver con total claridad, pero se
trataba de un alto precio que debía pagar por algo mucho mejor:
mantener su cabeza caliente.
Caminó durante horas, sin siquiera
detenerse a descansar o beber un trago de agua. Tenía en mente el
objetivo de alejarse lo máximo posible de la ciudad que casi lo
había matado. Si eso significaba avanzar día y noche sin descanso
lo haría sin tan siquiera cuestionarlo, porque perderse en
carreteras poco transitadas como aquella, aumentaba las posibilidades
de supervivencia a largo plazo.
Mientras divagaba en pensamientos
ajenos a su situación, un estruendoso sonido invadió el ambiente.
Fue solo durante una milésima de segundo, pero Flavio supo al
momento de qué se trataba: el sonido de una bala. Ese acto sólo
podía haber sido obra de un humano, y bastante estúpido, teniendo
en cuenta que con ello lo único que conseguiría sería llamar la
atención.
Se trataba de un ruido aislado, un
único disparo, y eso realmente era un mal presagio. En las batallas
campales entre varios individuos se podían escuchar docenas sino
cientos de proyectiles siendo lanzados a través de los mortíferos
artefactos de metal. También podía tratarse de un accidente, aunque
dudaba mucho de que así fuera. ¿No era este uno de los mejores
lugares para llevar a cabo un asesinato?
El joven se puso marcha y dando
grandes zancadas se acercó hacia el lugar del que provenía aquel
aterrador y efímero sonido; anunciando la desesperación para los
vivos y el descanso eterno para los muertos.
Tras apartar sin mucho esfuerzo las
ramas de grandes arbustos que arañaban su piel como afiladas
cuchillas, consiguió vislumbrar a lo lejos, en un claro, una
situación de lo más espeluznante: dos hombres alzaban sus armas
apuntando hacia la zona donde habían cuatro personas arrodilladas.
Al observar aquellas caras Flavio lo golpeó una enorme sensación de
vacío que hasta entonces nunca lo había sentido. Por un momento
permaneció confuso. Pero los gritos de uno de los hombres llegaron
hasta sus oído justo antes de que una bala atravesara su cráneo.
– ¡Has matado a Farid, hijo de
puta! –Bramó el que era ya el único hombre del desesperado grupo,
mientras las dos mujeres que lo acompañaban sollozaban–. ¡Te voy
a matar...! –Pero su furia quedó ahogada cuando uno de los
captores lo golpeó con la culata del arma, desorientándolo
momentáneamente.
– Ya no eres tan hablador, ¿eh?
–Preguntó el asesino, mientras reía como un poseso. Aquel hombre
debía haber perdido la cordura mucho antes de que el colapso del
mundo fuera una realidad. Dos locos con armas matando gente sin
ninguna clase de pudor. Ese pensamiento le provocó náuseas a
Flavio. Pero una vez más los gritos desesperados del hombre volvían
a invadir su canal auditivo.
– ¡Estáis enfermos! ¡Tendrías
que matar a esas bestias, no a nosotros! –Exclamó sin convicción
alguna.
– Cállate. Si no quieres recibir
un disparo en la cabeza como tu amigo. Antes de matarte a ti quiero
que veas cómo nos divertimos con estas dos mujeres –El hombre
demente apartó la vista y al tiempo que humedecía los labios con su
lengua dirigió la mirada hacia las dos únicas figuras femeninas que
se hallaban en el lugar–. ¡Cómo nos vamos a divertir! ¿No es
verdad, Michael?
Pero su acompañante permanecía con
la mirada impasible. Propia de alguien que realmente entiende la
gravedad de los actos llevados acabo. El hombre asintió en silencio,
dando el visto bueno a la situación. Esa fue la gota que colmó el
vaso. Flavio no se quedaría allí sin hacer nada, siendo un mero
espectador pasivo embargado por el miedo, sin tener el derecho a
sentir furia. No iba a permitir semejante injusticia. No iba a cargar
con la culpa de los muertos.
Sacó con un movimiento rápido el
hacha de su cinturón de herramientas y la empuñó con ambas manos.
A continuación y caminando con sumo cuidado, fue dando media vuelta
al claro, resguardado por los troncos y ramas bajas de los abetos.
Los gritos y chillidos por parte de las tres víctimas ahogaban el
sonido que generaban sus botas al pisar el suelo cubierto de toda
clase de materia en estado de descomposición, que claramente se
había congelado por culpa del frío extremo propio de las zonas
continentales. Un minuto más tarde se hallaba a no más de diez
metros de la posición de aquellos dos individuos armados. Su
actuación tendría que estar exenta de fallos, ser rápida y
llevarse a cabo con contundencia.
Dio un suspiro y comenzó el
espectáculo: Primero avanzó a paso ligero hacia el individuo llamado
Michael, que observaba con aire distraído la escena. El hombre alzó
el hacha y con un movimiento rápido separó la cabeza del cuello,
haciendo que la sangre lo salpicara por completo.
Ahora no se escuchaban gritos, sino
que el grupo de rehenes observaba con incredulidad cómo uno de los
dos asesinos perdía la vida en un instante.
– ¿Eh? ¿Por qué estáis tan
callados? –Preguntó el único sujeto armado que permanecía en
pie–. ¿Acaso queréis recibir un disp...? –Su voz se ahogó al
tiempo que el hacha atravesaba de arriba a abajo la cabeza, como si
fuera una sandía partida a la mitad, pero en vez de agua y semillas
esta esparcía un líquido negruzco y esquirlas de hueso en todas
direcciones.
Kaled, que tras la muerte de su
hermano se preguntaba si habría algo peor que ser ejecutados en
medio de la nada por un par de saqueadores conseguía ahora hallar
respuesta a una pregunta de pesadilla. Un monstruo cuya altura
alcanzaba los dos metros, manchado por la sangre de los asesinos que
acababa de matar, examinaba con una mirada impasible sus trofeos de
caza: tres personas en estado de shock por lo ridículo de la
situación.
El hombre no pudo evitar reír por
culpa de una ansiedad que lo acabaría carcomiendo.
– ¿Qué demonios estás haciendo?
–La pregunta de Ardah se ahogó en un sollozo–. ¿No entiendes lo
que está pasando?
– ¡Claro que lo entiendo! –Exclamó
Kaled–. ¡Es por eso que no puedo evitar reírme! ¡Los tres vamos
a morir!
El monstruoso ser de dos metros de
altura agarró por el brazo al hombre que no paraba reír y lo
observó con cierta preocupación en su rostro.
– Tenemos que irnos ya. Puede que
más gente en los alrededores haya escuchado el disparo. No podemos
arriesgarnos –Su voz gutural resonó en la amplia zona descubierta
de árboles–. Deja de reír y ponte en pie.
– ¿A dónde nos quieres llevar?
–Demandó Nadira–. ¿Qué piensas hacer con nosotros?
– Ahora saldremos de aquí. No es
un lugar seguro –La bestia imponente se encogió de hombros y
dirigió su mirada hacia el lugar desde el cuál había llegado–.
Luego, si queréis iros por vuestra cuenta no pondré pegas. Pero no
creo que aguantéis mucho en estas condiciones –Los señaló con el
hacha antes de colgarla en su cinturón y dar media vuelta para
marcharse.
– ¡¿Y qué pasa con Farid?!
–Chilló Kaled, dominado por la histeria–. ¿Piensas dejar que se
pudra aquí, cómo esas dos mierdas? –Sus puños impactaron con
fuerza contra los restos de nieve y se encogió para llorar en
silencio.
– No podemos hacer nada por él.
Debemos que irnos ya –Sentenció el coloso.
Kaled quiso gritarle, golpear a ese
atisbo de hombre para que se diera cuenta de que él tenía
emociones. Quiso decirle que Farid era su hermano, que gracias a él
habían logrado sobrevivir durante tanto tiempo porque en su momento
asumió el papel de líder sin protestar, llevando consigo una
responsabilidad tan grande que debía estar haciéndole mucho daño.
Pero mientras habría la boca una mano se posó delicadamente en su
hombro. Al torcer la cabeza se fijó en los ojos de Nadira. Estaba
tan cansada de todo aquello como él. Sin embargo, su mirada decía
que reprimiera toda emoción y que se limitara a obedecer. Si querían
salir con vida del infierno necesitaban la ayuda de un salvador, y
aunque este tuviera aspecto de demonio, parecía ser la única
salida.
Kaled apoyó las manos sobre sus
rodillas para levantarse. Tras conseguirlo a duras penas se encaminó
hacia el hombre que le seguía dando la espalda. Echó un último
vistazo atrás, primero observando los rostros de su hermana y su
prima. Derrotadas ante el fatalismo de los acontecimientos. Luego, y
obligándose a hacerlo, dirigió la mirada hacia el cuerpo de Farid,
que yacía de lado con los ojos abiertos. Aquellos ojos de un color
tan negro como el vacío que ahora sentía en su pecho. Una negrura
que quemaba. Pero que también le permitía recordar una cosa: Y es
que aún estaba vivo.
«Adiós, hermano.» Se dijo al
tiempo que desviaba la mirada de los vacuos ojos de Farid.
«Jamás te olvidaré.»
Capítulo 4. No son zombis.
– ¿Dónde demonios está esa
puta? –Graznó un hombre con enfado creciente–. ¡Sal de ahí,
maldita zorra! ¿Quieres morir? –Sus pasos se acercaban cada vez
más hacia el lugar en el que Esmeralda se había escondido y todo
parecía ya perdido.
– ¡Oye Juan, tenemos que irnos,
ya están aquí! –Un grito en la distancia volvió a alertar a la
joven. Sin embargo, parecía tratarse de su salvación, porque el
sujeto que llevaba buscándola un buen rato pareció darse por
vencido y dejarla en paz.
Por un momento sintió que todo
aquello era cuanto menos absurdo. Se suponía que los supervivientes
debían apoyarse mutuamente para así empezar de nuevo en un mundo ya
de por sí muy complicado. Pero ahora resultaba que las pocas
personas que habían logrado sobrevivir a las primeras semanas de
confusión tras la creciente expansión de aquel virus, enfermedad o
experimento científico, eran aquellas cuya violencia les caracterizó
mientras la vida en sociedad se desarrollaba. Luego, cuando todo el
sistema que conocían se hubo desvanecido de manera progresiva, esos
hombres y mujeres violentos o con desequilibrios mentales parecían
reclamar el mundo trémulo que los rodeaba.
Esmeralda quería maldecir a
aquellas personas responsables de lo sucedido. Odiarlas desde lo más
profundo de su ser. No obstante, nadie parecía ser el culpable de
todo aquello. ¿Cómo demonios habían acabado las cosas tan
terriblemente mal? ¿Todos los humanos del país sería iguales que
sus perseguidores? ¿Y si no sólo era el país, sino el mundo?
La joven se acurrucó en posición
fetal dentro del cubo de la basura rodado, mientras temblaba al
pensar en esa idea tan espantosa. Fue precisamente en ese instante
cuando un murmullo lejano y constante llegó a sus oídos. Primero
pensó que podría tratarse de la lluvia. Sin embargo descartó la
idea de inmediato, porque no escuchaba el sonido de las gotas de agua
al impactar contra la tapa del contenedor.
Tuvo la idea de abrir la cubierta
del cubo para respirar algo de aire fresco, ya que lo único que
podía oler era el asfixiante hedor a basura, por lo que deslizó la
tapa levemente para observar el panorama en el exterior. El miedo la
paralizó al momento.
Jorge detuvo el vehículo junto al
arcén antes de sacar un mapa enorme de la mochila que se hallaba en
el asiento trasero. Clara, que se encontraba sentada junto al chico
observaba con profundo interés sus acciones.
– ¿Dónde estamos? –Quiso
saber–. ¿Queda mucho para llegar a Madrid?
– No tengo ni idea –Dijo él sin
levantar la vista del papel–. Pero si me ves con el mapa no creo
que debas preguntar algo tan obvio, ¿no?
La joven se encogió de hombros al
tiempo que desviaba la mirada hacia la ventanilla de su asiento.
Luego, con haciendo un gesto un tanto desdeñoso añadió:
– Allí no vamos a encontrar nada.
– ¿Y cómo lo sabes, acaso eres
adivina o algo por el estilo? –Preguntó molesto el chico.
– Piénsalo. Venimos de una ciudad
pequeña y ya estaba todo patas arriba cuando nos fuimos. Es obvio
que en la capital del país las cosas van a estar aún peor.
– Sigues sin saberlo a ciencia
cierta. No puedes hacer afirmaciones sin conocer los detalles –Jorge
había apartado la vista del mapa para dirigirle la mirada a Clara–.
Por cierto, estamos a cuatro kilómetros de Utrillas. Según la guía
es un pueblo muy acogedor.
– Claro, acogedor si eres un zombi
al que le gusta comer a la gente viva. ¡Estoy segura de que nos
están esperando con los brazos abiertos!
– ¡Deja ya ese maldito
comportamiento impertinente! –Bramó Jorge, haciendo que la joven
se sobresaltara–. Ya no eres una niña, tienes dieciséis años,
¿entiendes? No sé cómo demonios piensas aguantar toda esta mierda
comportándote de esa manera. Yo que tú no esperaría la ayuda de
las personas que te rodean, porque las acabarás sacando de quicio
–Se llevó la mano a la frente sin apartar la mirada de aquellos
ojos aterrados, que parecían pedirle clemencia. Pero no, él iba a
dejarle las cosas claras–. Trato de tener una actitud optimista y
tú echas por tierra todos mis intentos de conseguirlo. Luego, te
quejas diciendo que ir a Madrid no es la solución. Y aun así no
propones ningún otro lugar al que debamos dirigirnos y simplemente
pasas las horas mirando a través del cristal sin decir nada. ¿Cómo
se supone que debería tomarme tu actitud, Clara? ¿Cómo?
La joven, que a duras penas había
mantenido a raya los sollozos ahora rompía en llanto.
– ¡Lo siento! Yo no quería que
esto acabara así... –Antes de que pudiera acabar la frase Jorge la
interrumpió, agarrando sus hombros para que no apartara la vista,
debía enfrentarse a la realidad. Huir de ella no iba a solucionar
las cosas–. Escucha –Dijo él en un tono más calmado,
percatándose de que los ojos azules de la chica parecían un mar
surcado de olas, en vez de lágrimas–. Si ambos queremos salir con
vida de este infierno, mis rabietas y tus lloriqueos van a ser el
menor de nuestros problemas cuando tengamos que enfrentarnos a esos
zombis. Pensar que antes me parecían películas estúpidas y que
ahora se hacen realidad... –Suspiró. Volvió la vista hacia la
carretera y giró las llaves en el contacto para arrancar el motor.
– De verdad que lo siento –Dijo
ella, casi en un susurro–. Tienes razón...
Jorge no respondía, sino que
trataba de poner en marcha el maldito motor del vehículo, que
cansado de tantas peleas parecía haber decidido permanecer allí
durante un tiempo indefinido.
– Mierda, mierda, ¡mierda!
–Golpeó el volante con ambas manos y una vez más trató de
ponerlo en marcha–. ¡Joder!
– ¿Qué pasa? –Preguntó Clara
estando muy alarmada ante el acceso de ira de su compañero.
– No arranca el motor. Me parece
que tendremos que seguir a pie.
Clara se olvidó por completo de
la pelea, de sus problemas personales con Jorge e incluso las
preocupaciones consecuentes de viajar hacia la ciudad más poblada
del país. Todo eso se había esfumado en cuanto esas palabras
llegaron hasta sus oídos.
– ¿Cómo se supone que vamos a
sobrevivir si no encontramos otro coche? –Cuestionó con voz
queda–. ¿Esperas recorrer todo el camino hasta Madrid a pie?
– ¡No lo sé, vale! No lo sé...
– A la chica le preocupó aún más la mirada insustancial del chico,
porque significaba que toda esperanza estaba ya perdida.
«Adiós al optimismo y hola al
desánimo.» Se llevó las manos a la cara para esconder las lágrimas
que manaban de sus ojos. «Puede que me encuentre con papá y mamá
antes de lo que tenía previsto.»
Siento que mañana podríamos encontrarnos en un situación similar. A fin de cuentas, ¿qué nos diferencia de la pobre gente que trata de sobrevivir en este lugar. Quiero pensar que se trata de la determinación. De la forma en la que ambos nos compenetramos y de nuestros sentimientos. Sí, suena cursi y tengo miedo. Sin embargo, cuando no nos queda nada más allá del amor, ¿no es justo aferrarse a este? ¿No es la dependencia algo bueno en estos tiempos? En fin, también me embarga la excitación. No hemos hecho nada digno de mención desde que todo empezó. Hasta ahora fuimos meros espectadores de una película de horror cuya trama se desarrollaba sin afectarnos, pero los tiempos cambian y las personas también lo hacen.
Si las personas cambian, sus acciones lo harán de igual forma. Y aunque no deseo sacar conclusiones precipitadas, creo que este cambio es positivo. No tengo pruebas, es simplemente algo que siento. Así que me aferraré a esto, porque es lo único que tengo, y es lo único que no quiero perder.
El ambiente estaba cargado de
tensión. Tanto ella como él trataban de evadirla haciendo uso de
las distracciones que tenían a mano. Por supuesto, siempre es más
fácil decirlo que hacerlo.
Joel guardó su bolígrafo azul Bic
en uno de los tantos bolsillos de la chaqueta que llevaba puesta. A
continuación cerró la tapa de la libreta y echó un vistazo a la
habitación, que se encontraba en la penumbra.
– ¿Quieres volver a repasar el
plan? –Inquirió él, sin encontrar la manera de iniciar una
conversación que se alejara de la realidad del momento.
– No hace falta. Creo haberlo
estudiado en mi mente al menos una docena de veces –La joven apartó
la vista del libro con cierta brusquedad–. Pero de todas formas voy
a aceptar la propuesta. No hay nada que hacer en estos momentos.
Granadilla de Abona era uno de los
treinta y un municipios de la isla de Tenerife. Contaba con una
población de algo más de cincuenta mil habitantes, repartidos a
largo y ancho de un territorio cubierto por bosques y tierras
dedicadas en su mayor parte a la siembra de regadío.
Se trataba de una región alejada de
la gran ciudad, donde la gente de campo buscaba ante todo la familiar
tranquilidad que sólo proporcionan lugares cercanos a la naturaleza.
Ese había sido uno de los motivos que llevaron a aceptar el
testamento que el abuelo de Sara dejó antes de fallecer. El otro,
claro está, es que la casa se hallaba exenta de hipoteca y por lo
tanto era un buen lugar para comenzar a vivir. Sin riesgos de acabar
en la calle por culpa de la crisis. Un pozo de agua servía de
abastecimiento para la vivienda y los huertos colindantes, haciendo
que incluso en caso de un corte en el suministro las cosas no fueran
tan siquiera un problema.
Sí. Vivir allí fue quizá la mejor
decisión de sus vidas. La chica no lograba hacerse una idea de lo
que habría ocurrido en caso de haber escuchado las palabras de sus
padres, que resonaban aún como viejos espectros asentados en su
cabeza, con la idea de quedarse en ella hasta el final de los días.
– Primero debemos salir haciendo
el menor ruido posible –Anunció Joel en voz baja–. Por cierto
Sara –la miró con aire ausente–. Deberíamos atar los cordones
de nuestras botas y echárnoslas al cuello. Puede que la mejor opción
sea caminar hasta el garaje llevando sólo calcetines. Así se
reducirá el ruido.
– Después irás al coche, lo
pondrás en marcha mientras abro manualmente la puerta y saldrás tan
rápido como puedas –La joven no había tenido tiempo siquiera de
replicar. Su novio parecía ansioso y estresado. Aunque claro,
teniendo en cuenta lo expuesto que iba a estar y la posibilidad de
encontrarse con una de esas cosas mientras trataba de abrir la
puerta... la simple idea de ver una escena tan aterradora hizo que la
carne se le pusiera de gallina–. Además, las carreteras en esta
zona siempre han estado tan muertas como lo están ahora los vecinos.
No habrá problemas con el tráfico.
– Pero... ¿y si los hay? –Por
supuesto que era necesario barajar todas las posibilidades, al menos
eso pensaba ella.
– No, nunca se ha tenido
problemas. En este caso las cosas no van a ser distintas –Sentenció
Joel al tiempo que su semblante se tornaba sombrío–. Y si es así,
es probable que acabemos convirtiéndonos en esos monstruos.
– Tan positivo como siempre, ¿no?
–Sara esbozó un intento de sonrisa que se quedó en una mueca un
tanto extraña.
– Preguntaste y yo respondí. A
estas alturas o somos pragmáticos y nos tomamos las cosas con
seriedad o acabaremos siendo comida para esos zombis...
– ¿Zombis?
– Siendo sincero, ¿no te parecen
zombis? Es decir, matan y devoran a la gente, ¿no hacen lo mismo en
las películas? –El joven se sentía incómodo al calificar a
aquellas bestias como simples personajes de ficción. Sin embargo
todo resultaba tan similar que llamarlos de esa forma parecía ser lo
normal.
– Sí... pero no creo que sean
zombis. Eran seres lentos, con habilidades cognitivas atrofiadas.
Masas de carne pútrida. Estas cosas... no son lo mismo –Justo
cuando la tensión parecía volver a adueñarse del entorno Joel se
levantó para examinar el ambiente en las calles. Comenzaba a
amanecer, y los monstruos que hasta entonces habían pasado la noche
pululando de un lugar a otro iban desapareciendo paulatinamente. La
ciudad desnuda, sin la presencia de un solo ser vivo inquietaba a la
pareja. Parecía estar susurrándoles algo que ninguno de los dos
quería llegar a oír.
«Sara tiene razón. No podemos
etiquetar a estas criaturas ni tomarlas a la ligera. Son mucho más
peligrosas.» Joel apartó la mirada de las calles al tiempo que
corría de nuevo la cortina de color crema. «Ojalá lo fueran, porque
entonces ya sabríamos algo sobre ellas. Pero definitivamente no son
zombis. Son algo mucho peor.»
Capítulo 1: Supervivencia.
Todo son problemas y
ninguno de ellos desaparece. Al contrario, cuanto más tiempo pasa peor se
vuelve la situación. Antes, cuando el tiempo aún era favorable, la esperanza de
ser rescatados persistía. Pero en estos momentos en los que la nieve se amontona
en las calles y las nubes cubren de forma permanente el cielo, nos hacemos
varias preguntas:
¿Por qué seguir
adelante? ¿De qué nos servirá sobrevivir al invierno? ¿Acaso encontraremos
comida a tiempo?
Ojalá tuviera alguna
respuesta a estas preguntas. Sin embargo, no es así, y por ahora lamentarse no nos llevará a ningún lado. En mi caso, aún tengo cosas importantes en mi vida que debo
proteger.
Joel levantó la vista de la hoja para posarla en el rostro
de Sara, su novia. Ella leía a la luz de una vela un viejo libro. No había mucho
que hacer, y al quedarse en casa uno podía morirse de aburrimiento fácilmente.
Su rostro, sucio por la falta de cuidados, dejaba entrever
unas marcadas ojeras que revelaban las pocas horas de sueño que había dormido en los últimos días.
Son tiempos difíciles.
Pensó Joel al tiempo que encendía uno de los últimos cigarrillos de su paquete.
Pero debemos aguantar.
¿Por qué era necesario seguir existiendo un día más?
Joel no se limitó a deshacerse de esa pregunta. Ser pesimista no le permitiría abrir los ojos a la mañana siguiente, y por lo tanto, no necesitaba pensar de esa forma.
–¿Cenamos ya? –Preguntó
el joven con su característica voz grave–. Dentro de poco
oscurecerá.
–No creo que pueda haber más oscuridad que ahora –Dijo Sara, cerrando en libro al tiempo que marcaba la página por la que había dejado a medias el escrito–. Por cierto, ¿qué hay para cenar? –Esbozó una cálida sonrisa que hizo que por un momento Joel dejará de sentir frío en la habitación.
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